Hace mucho, mucho tiempo, en las farmacias se vendía una especie de leche estropeada que algunos médicos recomendaban a determinados pacientes. La tal leche se llamaba yogur, y era muy poco conocida en los países occidentales, en los que, desde luego, no había yogur en los supermercados, donde había supermercados.
¿Hace mucho, mucho tiempo, de verdad? Pues, depende de lo que ustedes entiendan por mucho tiempo. Medio siglo, tal vez. Entonces también se vendía en las farmacias el té, la manzanilla y hasta el agua mineral embotellada. Había lugares, de eso sí, en los que la leche cuajada era un postre ancestral, como en el País Vasco; y poco más.
En la Europa oriental era distinto. Griegos, búlgaros y no digamos armenios y georgianos, era devotos consumidores de este producto. Entonces empezaron a aparecer en la prensa fotografías de nobles ancianos del Cáucaso, armados hasta los dientes, y con enormes bigotes blancos. En el pie de foto se explicaba que por allá era normal llegar a centenarios, y que el secreto de esa longevidad era el elevado consumo de yogur que hacía esos señores.
Acabáramos. La elaboración, distribución y venta del yogur pasó de las farmacias a las multinacionales del sector lácteo, y no miro para nadie. Por supuesto, había que vender la producción y ¿qué mejor reclamo que los centenarios armenios? La gente, como siempre pasa, picó: y los yogures empezaron a ser habituales en las despensas. O en las heladeras, que se estropean.
Lo único que había de cierto en todo ello era, primero, que a las gentes del Cáucaso les gustaba mucho el yogur; segundo, que por allá nadie llevaba la cuenta de los años que tenía; tercero, que el yogur, dentro de todo, era algo sano y hasta podía estar bueno en cuanto uno se acostumbrara al sabor de la leche agria.
Y allá fue yendo el yogur. A alguien se le ocurrió que sí, que iba bien, pero que era poco variado. Pongámosle cosas, pensó. Y llegó el yogur con frutas, especialmente piña o fresa. Luego echaron cuentas, y vieron que era más barato prescindir de la fruta y usar en su lugar aromas y colorantes; y nacieron los yogures “de sabores”.
El yogur se usaba en el postre. Pronto empezó a ser ingrediente de helados, de tartas. Tenía que saltar a la cocina. Y saltó. Para ello recuperó su imagen de panacea, infalible en una sociedad obsesionada hasta la histeria por lo “sano”. Al mismo tiempo, se demonizó a la nata, que, seamos serios, es lo que está bueno. Pero hoy muchos platos que antes se hacían con nata, se hacen con yogur. EFE